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Carla, la Italiana

  En los campos de Cardales, bajo el cielo azul sin fin, Vive Carla, la italiana, con su alma llena de pasión. Aventurera y valiente, como el viento que susurra, Surca mares y nubes, en su búsqueda sin tregua. Conoce cada sendero, cada flor y cada rincón, En su mirada brillan estrellas, en su voz, sabiduría. Encuentra en cada rostro, un universo por explorar, Y en cada palabra, un puente para conectar. Carpe Diem, su lema, en cada alba y atardecer, Abrazando el momento, sin temor a perder. En su globo aerostático, desafía la gravedad, Volando alto, sin miedo, hacia la inmensidad. Y cuando el sol se oculta, y la luna dibuja su lienzo, Carla sigue siendo ella, en su mundo sin remiendo. Así es ella, un poema en sí misma, en cada latido, Una musa de aventura, en este mundo compartido. En los versos de la vida, su historia siempre escribe, Carla, la italiana, en la memoria perdura. En cada paso, en cada suspiro, su legado revive, En el corazón de quienes la aman, su luz sobrevive.

Conexiones Inesperadas

 

En una tarde sofocante en la capital federal, terminé mi jornada como médico en el hospital. Decidido a resolver el problema de la computadora de mi auto, y aun con mi uniforme puesto me dirigí hacia Warnes. Al llegar al taller recomendado, el dueño, visiblemente apurado, solicitó dejar mi vehículo para que la computadora fuera enviada a un especialista en el Barrio Villa Urquiza.

Desalentado por la perspectiva de cinco días de espera, sin encontrar un taxi disponible, caminando con mi reluciente uniforme blanco emprendí el regreso a casa que quedaba a varios kilómetros de distancia.  No muy lejos, presencié un choque entre un taxi y un moto flete. El conductor de la moto, herido y aturdido, necesitaba ayuda. Sin dudarlo, apliqué mis habilidades médicas para asistirlo. Durante nuestra conversación, mencionó la urgencia de un paquete.

En ese preciso momento, otro moto flete se acercó. Reconociendo al conductor, el herido le rogó entregar un paquete en el Barrio Villa Urquiza. Me quedé mirándolo atónito mientras seguía teniendo su cabeza para inmovilizar su columna cervical. Fue entonces cuando todo cobró sentido: el motociclista accidentado era el portador de la computadora de mi auto. El destino, de manera sorprendente, había entrelazado nuestras vidas en una serie de eventos aparentemente aleatorios, revelando así el enigma oculto detrás de esas coincidencias.


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