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Carla, la Italiana

  En los campos de Cardales, bajo el cielo azul sin fin, Vive Carla, la italiana, con su alma llena de pasión. Aventurera y valiente, como el viento que susurra, Surca mares y nubes, en su búsqueda sin tregua. Conoce cada sendero, cada flor y cada rincón, En su mirada brillan estrellas, en su voz, sabiduría. Encuentra en cada rostro, un universo por explorar, Y en cada palabra, un puente para conectar. Carpe Diem, su lema, en cada alba y atardecer, Abrazando el momento, sin temor a perder. En su globo aerostático, desafía la gravedad, Volando alto, sin miedo, hacia la inmensidad. Y cuando el sol se oculta, y la luna dibuja su lienzo, Carla sigue siendo ella, en su mundo sin remiendo. Así es ella, un poema en sí misma, en cada latido, Una musa de aventura, en este mundo compartido. En los versos de la vida, su historia siempre escribe, Carla, la italiana, en la memoria perdura. En cada paso, en cada suspiro, su legado revive, En el corazón de quienes la aman, su luz sobrevive.

El Encanto de la Princesa Egipcia


Había una vez un viajero perdido en el misterioso Valle de los Reyes. Sediento y desorientado, de repente se encontró con una princesa, cuya vestimenta relucía como el oro bajo el sol abrasador del desierto.

La princesa, compadecida por el estado del viajero, le ofreció ayuda. Con amabilidad, lo guió hacia un oasis, aliviando su sed y compartiendo su compañía en el camino. 

Durante el trayecto, ella reveló su historia: había nacido en Al-Qāhira, y escapaba de un matrimonio forzado que había desencadenado la ira de su padre.

Ella anhelaba la igualdad de género y la emancipación de las mujeres en su cultura, buscando un cambio que desafiara las normas impuestas. 

Sus palabras eran como encantamientos, hipnotizando al viajero con su elocuencia y su fervor por la justicia.

Sin embargo, mientras él se dejaba llevar por la fascinación de sus palabras y su encanto, la princesa desapareció en un destello, como si se hubiera fundido con las mismas arenas del desierto. 

El viajero se dio cuenta demasiado tarde de que había sido víctima de una ilusión, de un espejismo creado por la sed y el deseo.

En el silencio del Desierto Blanco, comprendió una valiosa lección: a veces, en la sed de algo que anhelamos, nos dejamos llevar por la apariencia de la verdad, solo para descubrir que es solo una ilusión efímera en la vastedad del desierto.

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